EL CONSEJO DEL CONSUL.

Había pasado una semana desde el entierro de mi pobre hijo Enrique, y un atardecer, estando en mi cuarto meditando, según costumbre, sentí llamar a la puerta de la calle. Bajé la escalera, abrí por mi mismo, y hallé a mis antiguos amigos sir Enrique Curtis y el capitán Juan Good, R. N1.

Entraron en el salón y se sentaron delante de la amplia chimenea donde -lo recuerdo muy bien- ardían unos gruesos troncos.

-Os agradezco mucho la visita -dije, por decir algo-. ¡Es tan molesto andar por la nieve!

No respondieron, Sir Enrique llenó su pipa, tomó un tizón, soplo hasta hacer brotar la llama, y lo aplicó a ella para entenderla. Al reflejo de la llama, volví a admirar a mi amigo. ¡Qué hombre tan hermoso y arrogante era!

Rostro tranquilo y vigoroso, facciones bien dibujadas y correctas, ojos grandes y negros, barba y cabellos rubios; era, en suma, un magnifico ejemplar del tipo más perfecto de la Humanidad. Su figura no desmerecía en nada de su semblante; su estatura, proporcionada y esbelta, aumentaba la belleza de la persona. ¡Qué contraste tan grande debía de haber entre mi pobre cuerpecillo enteco y arrugado y aquella arrogante figura!

Imaginaos un hombrecillo delgado, amarillo de rostro, con las manos secas y huesudas, los ojos grandes y castaños, el cabello cano, tieso y con sesenta y tres años a la espalda, y tendréis idea de lo que era Allan Quatermain, vulgarmente llamado “el cazador Quatermain”, y por los naturales del país, ‘Maoumazahn”, un hombre de quien nadie se burla.

Good no se parecía a ninguno de ambos: pequeño de estatura moreno, grueso, muy grueso, y tenía ojos negros, vivos y perspicaces, en uno, de los cuales usaba constantemente un monóculo. He dicho que era grueso, pero apenas si la palabra da idea de su volumen, porque últimamente se ha puesto de un modo que da miedo verlo. Sir Enrique dice que es debido a la ociosidad y al exceso de buena alimentación; Good no acepta esa opinión, pero tampoco niega que pueda ser acertada.

Estuvimos sentados algún tiempo; después busqué un foro, y encendí la lámpara colorada sobre una mesa: iba anocheciendo y la obscuridad no so aviene bien con un hombre que ha visto desaparecer todas sus esperanzas una semana antes. Abrí un armario y saqué una botella de aguardiente, vasos y agua. Me gusta servirlas a mí mismo, porque me irrita tener alguien a mi lado cuidándome como si fuera un niño de un año. Curtis y Good habían guardado silencio, suponiendo, sin duda, que no tenían nada que decir que pudiera ser de interés para mí, satisfechos al proporcionarme el consuelo de su presencia y silenciosa simpatía, toda vez que era su segunda visita después del entierro Realmente la presencia de los amigos nos consuela muchas veces más que su conversación, que suele ser irritante y enojosa. En tiempo de tormenta, los rebaños se reúnen y cesan de llamarse unos a otros.

Sentados, fumaron y bebieron aguardiente y agua; yo, al lado de la chimenea, fumaba y los miraba.

-Queridos amigos -dije hablando al fin-, ¿cuánto tiempo hace que volvimos de Kukuana?

-Tres años -respondió Good-. ¿Por qué lo preguntáis?

–Porque he participado bastante ya de la civilización, y quiero volver a la antigua vida. Me atrae el “veld”.

Sir Enrique, recostándose en su sillón, soltó una de sus alegres carcajadas.

-¡Qué bueno es eso! ¿Eh, Good? -exclamó.

Good me miró con mucho misterio a través de su monóculo y murmuró a su vez:

-¡Sí, sí; muy bueno!

-No os entiendo -dije, mirándoles a ambos, uno tras otro-, porque soy enemigo de los misterios.

-¿No? -dijo sir Enrique- Ea ese caso, voy a explicároslo. Cuando Good y yo veníamos para acá, sosteníamos una conversación.

-Viniendo Good, no es extraño -dije con sarcasmo-, porque le gusta mucho hablar. ¿Y sobre qué era?

–¿Sobre qué os parece? -preguntó Curtis.

Moví la cabeza. Era difícil suponer lo que diría Good, siendo, como era, un charlatán sempiterno.

-Pues era de un plan que yo he ideado: que, si queríais, prepararíamos nuestros equipajes y volveríamos a África y emprenderíamos una nueva expedición por el desierto.

-¿Lo decís de veras? -pregunté saltando de alegría.

-Sí; y lo mismo piensa Good. ¿Verdad?

-¡No que no! -dijo el capitán.

-Escuchad, buen amigo y camarada –continuó sir Enríque con gran animación-; yo también estoy hastiado ya de no hacer nada, exceptuando actuar de caballero en mi país, que está lleno de ellos. Por espacio de un año o algo más, he ido sintiéndome paulatinamente tan inquieto como el elefante que olfatea el peligro y no ceso de soñar con Kukuana, Gagaula y las Minas del Rey Salomón: soy víctima de un insaciable deseo; estoy cansado de cazar faisanes y perdices, y necesito ocupar el tiempo en la caza mayor. De sobra comprenderéis ese deseo, cuando se ha probado el aguardiente, la leche es insípida al paladar. El año que pasamos juntos en Kukuana vale más que todos los años de mi vida. Tal vez sea una necedad; pero no puedo remediarlo: deseo ir, y, lo que es más aún, intento ir.

Se detuvo, y luego continuó:

-Después de todo, ¿por qué no he de ir? No tengo mujer, hijos ni padres que me retengan. Si me ocurre una desgracia, mi hermano Jorge o su hijo heredarán mi título de barón, cosa que ha de suceder más o menos pronto; así que no hay nada perdido.

-¡Ya sabía yo que tarde o temprano habíais de pensar así! -dije-. Vamos a ver, Good: decidnos vuestras razones para querer ir. Supongo que tendréis alguna.

-La tengo -repuso Good con solemnidad-. Nunca hago una cosa sin tener una razón al menos para ello; y ahora no tengo una, sino varias. Si queréis saberlo en realidad, y como prefiero dejar a un lado un asunto muy delicado, estrictamente personal, os diré que voy estando demasiado grueso.

-¡Basta, Good! -dijo sir Enrique-. Y ahora, Quatermain, decidnos adónde queréis que vayamos.

Antes de responder, encendí la pipa, que se me había apagado.

–¿Habéis oído hablar alguna vez del monte Kenia? -pregunté.

–No sé donde está eso -repuso Good.

–¿Habéis oído algo sobre el territorio de Lamu? -volví a preguntar.

–No... ¡Esperad! ¿No es una tierra situada a unas 300 millas del norte de Zanzíbar?

–Sí. Pues bien; escuchadme. Lo que propongo es esto: que vayamos a Lamu, y desde allí iremos al monte Kenia, situado en el interior, a 250 millas; desde allí continuaremos al monte Lekakisera, otras 200 millas o cosa así hacia el interior, más allá del cual creo no ha llegado planta humana; y después, si es que podemos llegar hasta allí, continuaremos internándonos. ¿Qué decís a esto, amigos míos?

–Que es un proyecto muy vasto -dijo sir Enrique reflexionando.

–Tenéis razón -repuse--. Lo es realmente; pero doy por sentado que los tres andamos buscando algo grande. Queremos cambiar de vida, y lo que os propongo nos proporcionara un cambio radical. El deseo de visitar esas regiones me ha animado durante toda mi vida, y no quiero morir sin verlas. La muerte de mi pobre hijo ha roto el último eslabón que me unía a la sociedad, y ansío volver a mis tierras indígenas; siento la nostalgia de los desiertos. Voy a deciros aún otra cosa: durante años y años he oído rumores sobre la existencia de una gran raza blanca que habita en algún lugar de la ruta que os he indicado, y quiero saber con exactitud si es verdad. Si vosotros queréis venir conmigo, seréis bienvenidos.; si no, iré solo.

-Estoy con vos, aun cuando no crea una palabra sobre esa raza blanca -dijo sir Enrique Curtis, levantándose y pasando su brazo en torno de mi cuello.

–Ditto -añadió Good-; vayamos a monte Kenia y a ese otro sitio, cayo nombre es tan raro, y busquemos esa raza blanca que no existe. Para mí, como si existiera; me es igual.

-Pues de hoy en un mes -dije-. Saldremos en el vapor indobritánico. Y vos, Good, no seáis tan incrédulo asegurando que no existen ciertas cosas, simplemente porque no habéis oído -hablar de ellas. ¡Acordaos de las Minas del Rey Salomón!

• • •

Unas catorce semanas después de la fecha en que sostuvimos la anterior conversación, continuo esta narración en un territorio muy diferente.

Tras muchas preguntas y deliberaciones, llegamos a la conclusión de que el mejor punto de partida para nuestra expedición al monte Kenia debía de ser, no Mombasa, sitio que ataba a unas cien millas de Zanzíbar, sino la desembocadura del río Tana. Un mercader alemán que hallamos en el vapor en Adén nos dió ciertos informes que nos hicieron tomar tal acuerdo; y aunque aquel mercader me pareció el alemán más sucio que he conocido jamás, era un buen hombre y nos dió detalles preciosos.

—¡Lamu! -nos dijo-. ¿Vais a Lamu? ¡Oh; qué lugar más hermoso! -después, levantando la cabeza, sonrió extasiado de júbilo-. Año y medio viví allí —continuó- nunca tuve que mudarme de camisa; ¡nunca jamás!

Llegamos, pues, a Lamu, desembarcamos nuestros equipajes y, sin saber adónde ir, nos encaminamos atrevidamente a. casa del cónsul inglés, que, por cierto, nos recibió con suma amabilidad.

Lamu es un lugar muy curioso; pero lo que mejor recuerdo son sus perfumes desagradables y su excesiva suciedad. ¡Son terribles! Precisamente enfrente del Consulado esta la playa, o, mejor dicho, un banco de cieno que llaman así. Cuando baja la marea, queda descubierto, y es el vertedero adonde va a parar toda la basura y desperdicios de la ciudad: inútil decir el olor que de allí sale.

Como el abandono se ha ido perpetuando de generación en generación, el estado de la playa puede imaginarse mucho mejor de lo que yo pudiera describirlo. Muchos olores malos he percibido en el curso de mi vida; pero la esencia concentrada de todo lo pestilente que despedía aquella playa de Lamu, y que aspirábamos sentados a la luz, de la luna, no bajo, sino “sobre” el hospitalario techo de nuestro buen amigo el cónsul, hace palidecer el recuerdo de todos ellas. No es de extrañar que las calenturas abundaran en Lamu; pero también es cierto el territorio tenía un encanto especial, algo peculiar suyo, si bien se desvanecía muy pronto.

-Y bien, caballeros; ¿adónde pensáis encaminaros? -nos preguntó el hospitalario cónsul cuando, después de comer, fumábamos nuestras pipas.

-Nos proponemos ir al monte Kenia, y después al Lekakisera -contestó sir Enrique-. Quatermain tiene la idea de que existe una raza blanca en ese territorio desconocida que se extiende por el interior.

El cónsul mostró cierto interés, manifestando que ya había oído algo de eso.

-¿Qué habéis sabido? -pregunté.

-Poca cosa. Hará como un año recibí una carta del misionero escocés Mackenzie, cuya casa, “The Highlands”, está situada en el punto navegable más alto del río Tarta, y me decía algo de eso.

-¿Conserváis esa carta? -pregunté.

-No, la rompí; pero recuerdo bien que decía que había llegado a su casa un hombre asegurando que a dos meses de camino del Lekakisera, sitio que ningún blanco ha visitado todavía, al menos que yo sepa, había un río denominado Laga, siguiendo el cual hacia el Norte, a un mes más de camino, atravesando desiertos y bosques espinosos y grandes montañas, se llegaba a un país habitado por blancos que moran en casas de piedra. El viajero contaba que le habían dado hospitalidad por algún tiempo, hasta que los sacerdotes dieron en decir que era un diablo y lo arrojaron de allí. Después de un viaje de ocho meses llegó a casa de Mackenzie, moribundo, según me dijeron Eso es cuanto sé, por más que me parece una mentira muy gorda. Si queréis saber más, id a ver a Mackenzie, y él os dirá cuanto sepa.

Sir Enrique y yo cambiamos una mirada: aquello era práctico

-Me parece que iremos a ver a Mackenzie -dije.

-Es lo mejor que podéis hacer -dijo el cónsul-; pero os advierto que el viaje será malo, porque, según tengo entendido, andan por ahí los masais y, como sabéis, no son compañeros cuyo encuentro agrade. Debéis buscar unos cuantos hombres que os sirvan da criados y cazadores, y alquilar guías de pueblo a pueblo, Será muy molesto, pero al final resultará más económico y más practico que alquilar una caravana, toda vez que evitaréis deserciones.

Afortunadamente, por aquel tiempo había en Lamu una partida de soldados o “ascaris” de wakwafí, cruce entre los masais y los watavetas, raza hermosa y varonil que posee muchas de las buenas cualidades de los zulúes, y son más susceptibles de civilización. Eran buenos cazadores, acababan de hacer una expedición acompañando a un inglés llamado Jusson que, después de correr mil peligros, había ido a morir en Lamu, víctima de las calenturas del país, y nuestro amigo el cónsul nos recomendó que los alquiláramos. A la mañana siguiente, acompañados de un intérprete, tuvimos una entrevista con los wakwafíes, a quienes hallamos en una choza de barro en las afueras de la ciudad. Tres de ellos, hombres hermosos, de aspecto franco y con más o menos apariencia de civilización, estaban sentados fuera de la choza, y oyeron el propósito que nos encaminaba allí, sin cuidarse gran cosa de ello.

Manifestaron que no podían complacemos, que estaban cansados, enfermos, y que la muerte de su amo los había afectado mucho. Pensaban volver a sus hogares y descansar algún tiempo.

Aquello no era muy consolador, y, con objeto de cambiar de conversación, pregunté dónde se hallaban sus compañeros, toda vez que, según me habían dicho, eran seis, y sólo veía tres. Uno de ellos me dijo que dormían en la choza y aún no se habían despertado, pero que deberían hacerlo pronto.

Poco después se presentaron bostezando. Los dos primeros eran de la misma raza que los que habíamos visto antes; pero el tercero me produjo una impresión extraña. Era muy alto, ancho de hombros, pero flaco y con piernas que parecían alambres. A la primera ojeada comprendí que no era wakwafí, sino Zulú de pura raza. Adelantóse con su aristocrática mano colocada delante de la boca para ocultar un bostezo, y vi que era un ‘kashla” u “hombre de anillo”2, y que tenía en la frente un agujero triangular. Un instante después, separando la mano, dejó al descubierto un rostro genuinamente zulú, con una boca risueña, una barba corta y lanuda salpicada de plateadas hebras, y un par de ojos garzos tan vivos y penetrantes como los del halcón. Aunque hacía doce años que no lo había visto, lo conocí al momento.

--.Qué tal vamos, Umslopogaas? -pregunté a media voz en zulú.

El hombre alto, del cual se contaban tantas historias raras en Zululandia, y que comúnmente era conocido entre sus propias compatriotas por el “Pico”, y también por el “Carnicero”, se sobresaltó de tal modo, que a poco deja caer el hacha de combate de largo mango que sostenía en una mano. Un segundo después me había reconocido y me saludaba.

—¡Koos! -empezó a decir-: ¡Koos-y-Pagate! ¡Koos-y-Umcool! (jefe, poderoso jefe). ¡Koos Baba! (padre). ¡Macumazahn, antiguo cazador de elefantes y leones, hombre listo cuyos tiros jamás fallan, que se hace simpático a todos, y que cuando estrecha una mano la estrecha hasta la muerte! (esto equivale a amigo fiel) ¡Koos! ¡Baba! ¡Sabia es la voz del pueblo que dice: “Sólo las montañas no se encuentran; pero los hombres se encuentran, bien a la aurora, bien al anochecer!”. Un mensajero de Natal vino diciendo; “Macumazahn ha muerto! ¡Ya no existe!”. Fué hace dos años, y ahora en este país pestilente encuentro a mi amigo Macumazahn. No puedo dudar: la piel del chacal viejo ha ido encaneciendo; pero sus ojos son tan penetrantes, sus dientes tan afilados. ¡Ja! ¡Ja! ¡Macumazahn, recuerda cómo plantaste la bala en el ojo de aquel búfalo; recuerda!...

Le deje manifestar su entusiasmo, seguro de que producía buen efecto sobre los cinco wakwafíes, que, al parecer, entendían algo de aquel lenguaje; pero me pareció que ya era hora de cortar aquel sistema de extravagante alabanza.

-¡Silencio! -dije--. ¿Tan silencioso has estado desde la última vez que te vi, que necesitas charlar así ahora? ¿Qué haces aquí entre estos hombres, cuando yo te dejé siendo jefe en Zululandia? ¿Cómo es que te hallas lejos de tu país natal y rodeado de extranjeros?

Umslopogaas se apoyó sobre el mango de su larga hacha, formado de un magnífico cuerno de rinoceronte, y su rostro expresó viva tristeza.

-Padre mío -respondió-, tengo que decirte una palabra; pero no puedo hablar delante de esta gente vil: solo puedes oírlo tú. Sin embargo, diré una cosa -su rostro se entristeció más aún al hablar así-; una mujer me hizo traición y procuró matarme; cubrió mi nombre de vergüenza ¡Ay, mi propia mujer me hizo traición! Pero escapé. de la muerte y pude huir de las manos que se alzaban para asesinarme. Di tres golpes con esta misma hacha, Inkosi-kaas -mi padre la recordará bien-; uno a la derecha, otro a la izquierda, otro de frente, y tres hombres quedaron muertos. Huí después, y, como mi padre sabe, mis pies, aun siendo viejos, son como los pies de Sassaby,3 y aun no ha nacido el hombre que pueda alcanzarme una vez que yo me separe de él. Seguí adelante: me seguían los mensajeros de la muerte, y su voz semejaba la de los perros de una jauría. Huí de mi propio kraal, y al pasar vi a la que me había traicionado sacando agua del manantial. Pasé junto a ella como la sombra de la muerte, y al pasar manejé el hacha. Su cabeza cayó en el cubo. Huí hacia el Norte. Día tras día, continué mi carrera, y por espacio de tres meses no descansé, no me detuve; corría siempre hacia el olvido, hasta que encontré la partida del cazador blanco muerto poco ha, y he venido hasta aquí con sus criados. No he traído nada conmigo. Yo, que nací noble, de la propia sangre de Chaka, el gran rey, jefe del pueblo del Hacha, y fui capitán del regimiento de Nkomabakosi, soy un hombre errante, sin casa ni hogar. Nada poseo, excepto esta arma, la cual me habilité en un tiempo para regir al pueblo del Hacha. Se han dividido mis ganados; han tomado mis mujeres; mis hijos no me conocen ya... ¡Y, sin embargo, con esta hacha -y agitó la formidable arma en torno de su cabeza al hablar así- me abriré camino otra vez! ¡He dicho!

-Umslopogaas -le dije moviendo la cabeza-, te conozco de antiguo: eres ambicioso, siempre lo fuiste, y, aunque de sangre noble, temo que al fin te has excedido. Hace años, cuando quisiste conspirar contra Cetywayo, hijo de Panda, te aconsejé, me escuchaste y te salvé; pero en esta ocasión no estaba yo a tu lado para detener tu mano, y has abierto un foso a tus pies, en el cual puedes caer tú mismo: ¿no es así? Pero lo hecho, hecho está. ¿Quién puede hacer que el árbol muerto florezca de nuevo? ¿Quién tiene poder para ver la luz que brilló un año ha? Lo que el tiempo lleva en sus alas no vuelve de nuevo. ¡Olvidemos tu historia! Y ahora, mira, Umslopogaas: sé que eres un gran guerrero de sangre real, fiel hasta la muerte; hasta en Zululandia, donde todos los hombres son valientes, te llaman el “Carnicero”, y por la noche, en torno del fuego, se relatan historias de tu valor y tus hechos. Óyeme: ¿ves este hombre alto, amigo mío también? -señalaba a sir Enrique-. Es un guerrero tan grande como tú, y, fuerte como eres, podría echarte a la espalda con gran facilidad. Se llama Incubu. ¿Vea este otro, tan abultado d vientre, con ojos brillantes como los tuyos y rostro placentero? Su nombre es Bougwan (Ojo de cristal): es un buen hombre, y pertenece a una tribu curiosa que pasa la vida sobre el agua viviendo en casas flotantes. Los tres queremos hacer una expedición tierra adentro, hasta pasar el Dongo Egere, la gran montaña blanca (monte Kenia), y llegar al territorio desconocido. No sabemos lo que podemos encontrar allí. Cansados de la quietud. y de la monotonía de lo que nos rodea, vamos a cazar y a buscar aventuras y tierras nuevas. ¿Quieres venir con nosotros? Te daremos el mando de todos nuestros criados: serás su jefe; pero no podemos asegurar lo que pueda ocurrir, porque no lo sabemos. En otra ocasión los tres fuimos también en busca de aventuras, llevamos a un hombre como tú, Umbopa, y lo hemos dejado por rey de un gran país, con veinte Impis, jefe cada uno de 3.000 guerreros empenachados, que esperan sus órdenes. No puedo decir lo que te ocurrirá a ti: tal vez la muerte nos espere a todos. ¿ Quieres entregarte en brazos de la fortuna y venir con nosotros, o tienes miedo, Umslopogaas?

El antiguo jefe sonrió, y dijo:

-No tienes razón completa en lo que dices, Macumazahn. Conspiré en mi tiempo; pero no ha sido la ambición lo que me ha hecho caer. ¡Vergüenza debía darme decir que ha sido el rostro de una mujer hermosa! ¡Dejemos eso a un lado! ¿Vamos, pues, a ver algo nuevo, como en tiempos antiguos, cuando luchábamos y cazábamos en Zululandia? Sí; iré con vosotros. Vida o muerte, ¿qué me importa que venga una u otra después de descargar los rudos golpes y ver correr la roja sangre? Voy haciéndome viejo, y aun no he luchado bastante. Sin embargo, soy un guerrero entre los guerreros: he aquí las huellas -añadió señalando un sinnúmero de cicatrices heridas y cortes que cubrían la piel de su cuello, piernas y brazos-. Mira el agujero que tengo en la frente: por ahí salió parte de mi cerebro, y, sin embargo, aun pude acabar con el que me hirió y seguir viviendo. ¿Sabes cuántos hombres he matado en combate leal, Macumazahn? Aquí está la cuenta de ellos -prosiguió señalando largas filas de muescas hechas en el puño de su hacha-. Cuéntalas, Macumazahn, y hallarás ciento tres; y eso que sólo cuento aquellos a quienes abrí después el vientre para que no se hincharan.

-¡Calla! -dije viéndolo poseído ya de la fiebre de la sangre-. ¡Calla! ¡Con razón te llaman el “Carnicero”. ¡Pero no queremos oír tus proezas en ese arte: recuerda, si vienes con nosotros, que sólo lucharemos en defensa propia. Escucha: necesitamos criados; esos hombres -y señalé a los wakwafíes, que se habían retirado a cierta distancia durante nuestra conversación-, dicen que no quieren venir.

-¿Que no quieren? -exclamó Umslopogaas-. ¿Quién es el perro que dice que no va, cuando mi padre lo ordena? ¡Oye, tu! -Y de un salto se colocó junto al primer wnkwafí con quien había yo hablado, y, cogiéndolo de un brazo, lo arrastró hacia nosotros-. ¡Tú, perro! -añadió dando una sacudida al atemorizado ascari-. ¿Has dicho que no quieres ir con mi padre? ¡Dilo otra vez, y te ahogo! -Y sus largos dedos apretaban el cuello del wakwafí-. ¡A ti y a los que están contigo! ¿Has olvidado lo que hice con tu hermano?

-¡No, no! ¡Iremos con el blanco! -murmuró el wakwafí.

-¿Blanco? -exclamó Umslopogaas con fingida furia. que necesitaba solo una pequeña provocación para ser real-. ¿De quién hablas, perro insolente?

-¡Iremos con el gran jefe!

-¡Así! -dijo Umslopogaas con tranquilidad, soltando al wakwafí tan repentinamente, que cayo de espaldas-. No dude que lo harías.

-Parece que ese Umslopogaas tiene un ascendiente “moral” muy curioso sobre sus compañeros -decía poco después Good muy pensativo.

1 De la Armada Real (Royal Navy).

2 Entre los zulúes, cuando un hombre llega a cierta edad y dignidad o es esposo de cierto número de mujeres, ostenta “el anillo”, que se forma con una especie de goma negra que se teje con cabello pulimentándolo después.

3 La curiosa historia del guerrero y jefe zulú Umslopogaas se refiere en mí otra obra “Nadia-el-lirio. - (N. de A. Q.)”.

Aventuras de Allan Quatermain
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